Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

RIRCA recomienda: operas primas (II)

Continuamos, en esta segunda entrada, con las recomendaciones mensuales dedicadas a grandes óperas primas de la historia del audiovisual.

Nuria Vidal: Arrietty y el Mundo de los Diminutos (Hiromasa Yonebayashi, 2010)

Según explica Toshio Suzuki en su libro Ghibli. Una Historia de Amor (Confluencias, 2023) durante la producción de Ponyo en el Acantilado, Hayao Miyazaki tuvo la idea de plantear un plan de cinco años para darle un aire nuevo a Ghibli: dos proyectos enfocados para los animadores jóvenes del estudio. Así, entre 2008 y 2013 – entre los dos largometrajes de Miyazaki – se realizarían Arrietty y el Mundo de los Diminutos (2010) y La Colina de las Amapolas (2011). Dos proyectos antagónicos – uno fantástico y uno realista – que suponían una especie de inicio del relevo generacional de Ghibli. Mientras esta última recayó en Gorō Miyazaki, la primera aterrizaría en las manos de Hiromasa Yonebayashi por designación directa de Suzuki y el Maestro Miyazaki. Así, “Maro” -como apodan a Yonebayashi- se convirtió en el director más joven del estudio tras 15 años dedicado a la animación y al guionizaje gráfico de las películas y cortometrajes de Ghibli.

Siendo su ópera prima, Arrietty y el Mundo de los Diminutos es la adaptación de la novela infantil de Mary Norton de 1952, The Borrowers que relatas la supervivencia de una familia de seres minúsculos que ocupan las casas de los humanos. La película se centra en Arrietty y en su familia quienes viven debajo de los cimientos de la casa de campo del joven Shō. Las pequeñas criaturas construyen su vida recolectando utensilios y comida en secreto de la mirada humana. Sin embargo, cuando Shō atrapa a Arrietty, la existencia de ambos cambia por completo. Mientras uno intenta comprender el universo de los diminutos, Arrietty se debe enfrentar a las consecuencias de ser descubierta. Así, el argumento se centra en la relación entre el mundo humano y el diminuto; en especial, la conexión entre Arrietty y Shō, gravemente enfermo, y el crecimiento personal de ambos. La cinta, con un claro enfoque infantil/juvenil, pone en relevancia la amistad, la familia y la diferencia. Una trama co-escrita por Hayao Miyazaki y Keiko Niwa que es sencilla, efectiva y que está tratada con mucha empatía y cariño hacia la temática.

Si bien Arrietty es una película amable de ver por su simpatía, su mayor virtud es su calidad técnica y artística. La dirección de Yonebayashi demuestra su impecable conocimiento de la técnica – no en vano Miyazaki y Suzuki lo reconocen como el mejor animador del estudio – a la hora de construir los encuadres y de identificar aquello que puede llegar a ofrecer cada elemento de la película. Un gusto exquisito para aunar los recursos visuales y sonoros que, seguramente, parte de su experiencia como animador y guionista gráfico en Ghibli desde los 90s. La preciosa banda sonora de Cécile Corbel, el impoluto diseño de sonido realista y el detallismo de la dirección de los espacios llenos de profundidad y texturas engrandecen la atmósfera mágica y natural de la película – los primeros 20 minutos de la película me parecen espectaculares. Arrietty está realizada con mucho cuidado y con una animación extraordinaria que prueba la personalidad y refinamiento de Yonebayashi como cineasta frente a la presión de ser el reemplazo directo de Hayao Miyazaki; en mi opinión, éste es infinitamente mejor que Gorō Miyazaki. Asimismo, Yonebayashi también ha demostrado su buen hacer tras la dirección en largometrajes como El recuerdo de Marnie (2014) y Mary y la Flor de la Bruja (2017); dos proyectos que lo despuntan como un director interesante en el panorama actual.  En definitiva, “Maro” es un director con mucho futuro en el cine de animación japonés.

Gerard Bibiloni: Columbus (Kogonada, 2017)

Columbus | Forma y fondo en equilibrio | Crítica reseña de FilaSiete

Como ya comenté en la entrada que le dedicamos a After Yang (2021), Kogonada, director tanto de esta que acabo de comentar como de Columbus (2017), de la que aquí hablaremos, no parte de cero. Realmente, ningún director lo hace, pues todos parten de aquellas experiencias que hayan podido tener en el cine, en calidad de espectadores, y como ocupantes de distintos puestos en diversos rodajes. Sin embargo, el caso de Kogonada resulta especial por su procedencia: viene de hacer ensayos en formato vídeo para la revista Sight and Sound y para el canal de YouTube de la colección Criterion. En sus ensayos visuales, Kogonada ha hablado tanto de Koreeda como de Bresson, pasando por Kubrick, Wes Anderson, Terrence Malick y el neorrealismo italiano. Sus gustos cinéfilos demuestran un crisol de influencias que no tardarían en encontrar una feliz realización en su primera película, la ya mentada Columbus (2017), dirigida y guionizada por el propio Kogonada y protagonizada por John Cho y Haley Lu Richardson.

En Columbus se nos cuenta la historia de Jin (John Cho), el hijo de un historiador de arquitectura que se ve obligado a permanecer en Columbus, Indiana durante más tiempo del necesario por una repentina enfermedad que adolece a su padre. Al pasear por la ciudad —esta colmada de vistosos edificios de estética modernista—, conoce a Casey (Haley Lu Richardson), una joven entusiasta de la arquitectura que trabaja en la biblioteca local, pero que sueña con un futuro lejos de los muros apremiantes de su localidad. La madeja argumental, tan fina como poética, se deshilvanará de forma procedural en clave conversacional.

Con la historia de estos dos personajes, cada uno atrapado a su manera en esa pequeña ciudad de Indiana, Kogonada construye un espacio que es, a la vez, paraíso terrenal y prisión emocional. La reflexiva naturaleza de la película, tan propia de la sensibilidad oriental y perfectamente integrada en una paisajística estadounidense, permite proponer una meditación acerca de aquello que nos aferra a nuestras propias costumbres y tradiciones, así como de aquello que tenemos romantizado o que vemos como lo mejor para nosotros mismos. En esta misma línea, Columbus también se construirá como una reflexión sobre la culpa, sobre por qué salir o por qué quedarse, sobre la naturaleza ingeniosa y perturbada de la psicología humana.

La película es, más allá de un regalo para la vista, un crisol de manifestaciones poéticas y de sensibilidad extraordinaria. Las dos finas columnas de humo que salen de dos cigarrillos actúan como reflejo magnífico del vaivén emocional de las relaciones, de cómo funcionan los lazos y como se rinden a la volatilidad de los tiempos y cambios. Ese interés tan marcado por la arquitectura, tan angular, cuadrada y perfecta, parece servir de contrapunto para una historia cargada de aristas traídas a colación por la complejidad emocional y profundidad. Más que llamar al contraste, Columbus llama a la comunión a través de la creación de un ecosistema donde la violencia de las líneas rectas se encuentra con la pátina melancólica de lo humano, algo que Kogonada recogerá y seguirá investigando en After Yang (2021), su segunda película.

Aitor Fernández de Marticorena Gallego: Les 400 Coups (François Truffaut, 1959)

En 1959 nacieron dos estrellas: el aclamadísimo director François Truffaut, uno de los pioneros de la Nouvelle Vague o French New Wave, y el actor Jean-Pierre Léaud, otra pieza capital en el movimiento e intérprete en más de 40 películas desde entonces. Si bien este último debutaría el año anterior en la cinta La Tour, prends garde! (George Lampin, 1958) acompañado de un ya veterano Jean Marais, no puede hablarse de su entrada a la industria por la puerta grande hasta la cinta que aquí nos ocupa.

Les 400 Coups se trata de una semi-autobiografía de Truffaut encarnada en el personaje que interpreta Léaud: Antoine Donel. Este es un joven parisino cuya rebeldía le granjeará constantes conflictos con los tres grandes pilares de la juventud: la familia, con una madre severa y un padrastro a la zaga de sus travesuras; el colegio, con un profesor autoritario y una ausencia de apoyo emocional, y las amistades, con un amigo que lo insta a cometer ilegalidades. A través de este último, Antoine irá descubriendo la realidad de su mundo (las infidelidades de su madre, la criminalidad y la prostitución a la vuelta de la esquina, la excesiva rectitud del sistema educativo) y dejará de lado todos aquellos obstáculos en su deseo de libertad. Truffaut no glorifica esta actitud; encuentra el equilibrio justo para criticar los engranajes sociales que resultan en núcleos de estrés y madurez forzada a golpe de regla, y para desaconsejar algunas de las acciones más perjudiciales de Antoine. Es un objetivo noble: hacernos comprender al personaje en todas sus facetas, los motivos detrás de sus máscaras, y confraternizar con sus instantes de vulnerabilidad. Todo con el saber hacer de Jean Constantine, cuya música eleva los momentos más trascendentes de la cinta tanto como ofrece una atmósfera melancólica, y de los mejores atributos de la Nouvelle Vague: las pausas, los silencios, el existencialismo.

Son «400 golpes» las travesuras que lleva a cabo Antoine (el significado de la frase hecha francesa que da título a la cinta), pero también son 400 los golpes metafóricos que encaja el protagonista a lo largo de la cinta por parte de una sociedad represiva. El número no se queda corto; Antoine recibiría todavía más golpes en las siguientes películas del dúo Truffaut-Léaud: Antoine et Colette (1962), que nos permitiría seguir experimentando la crueldad del mundo en la piel de un Antoine doliente en su primer romance y desengaño amoroso; Baisers volés (1968), centrado en el complicado romance entre Antoine y Christine; Domicile conjugal (1970), esta vez enfocado en los problemas matrimoniales y las dificultades de la lealtad, y L’amour en fuite (1979), sobre el divorcio y las oportunidades perdidas a lo largo de nuestras vidas. Antoine Donel es un personaje fascinante por su cercanía, por su agridulce muestra de la realidad humana. Lo que iniciarían Truffaut y Léaud con Les 400 Coups no se limitó únicamente a dos carreras de éxito que se extenderían varias décadas; también darían luz a una asombrosa proyección de nuestras dudas y miedos ante las inclemencias sociales e interpersonales, siempre con un resquicio de esperanza al que Truffaut nos insta a aferrarnos para no perdernos a nosotros mismos en el camino.

 

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