Representación, Ideología y Recepción en la Cultura Audiovisual

12 meses con Hayao Miyazaki (III): «El castillo en el cielo» (1986) y el Gulliver ecologizado

En su tercera incursión en la gran pantalla, Miyazaki acude a un clásico occidental: Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Esta decisión reitera de manera evidente un gusto por la transculturación, una identidad glocal donde Miyazaki acude a Occidente para componer el escenario de su obra (nombres como Pazu, Sheeta, Muska, Louis o Dora remiten a distintas culturas de este lado del charco) y a su propia tradición nipona para imprimir rasgos en sus personajes y mensajes.

Miyazaki no emplea Los viajes de Gulliver solo en nombre; también replica su estructura de aventuras. Los huérfanos Pazu y Sheeta se embarcan en un, en efecto, viaje para encontrar la legendaria isla de Laputa, inspirada en nombre por la obra de Jonathan Swift y en estética por el poema épico hindú Ramayana, del cual recoge además la historia mítica de la isla, su dispositivo de defensa y algunos retazos del personaje principal que se asimilan en Sheeta. Para esta aventura, el dúo protagonista es acompañado por un variopinto grupo de piratas del aire, capitaneados por la temperamental Dora. El uso de secundarios como alivio cómico, tan típico en las obras del director, recibe aquí un significado mayor al apuntar en una dirección más intimista, de familia encontrada. El castillo en el cielo asimila este tópico tan reiterado en las narrativas japonesas (las obras de Hirokazu Kore-eda dan buena cuenta de ello), mayormente en el mundo del manganime, con el fin de ampliar su rico abanico de temáticas. La decisión es deliberada: hay un paralelo entre el progreso de la relación de Pazu y Sheeta con los piratas de Dora y el acercamiento paulatino a Laputa.

Una vez encaminados los protagonistas, la aventura hacia Laputa solo plantea un auténtico obstáculo: el agente gubernamental Muska. Su inclusión en la trama es un refuerzo del tema principal de la obra: la crítica al militarismo y la avaricia humana en favor de preservar el espacio natural. Imbuido de la misma cultura vertical que Nausicaä del Valle del Viento (1984), Miyazaki apunta hacia un mensaje ecologista en que el ser humano debe destruir la tecnología para unirse a la tierra. En aquella cinta, el concepto coexistía en la atemporalidad de un mundo postapocalíptico; en esta, ambientada en una fantasía steampunk deudora de la Revolución Industrial, el director puede permitirse explorar las relaciones del ser humano con la tecnología desde una óptica más cercana a la realidad. Su gusto por el retrofuturismo, las máquinas a vapor y los aparatos voladores, que culminarían más adelante en la creación de El castillo ambulante de Howl (2004) y El viento se levanta (2013), hace de Miyazaki un defensor no tanto de la vuelta total a la tierra como de la convivencia entre la tecnología humana y el medio ambiente. Es Laputa la prueba total de esta coexistencia: se encuentra defendida por robots y tiene distintos mecanismos de autodefensa, pero los primeros se muestran solícitos con la naturaleza (basta acudir a la conocidísima escena de la flor) y los segundos existen para proteger su espacio natural de posibles colonizaciones. Mientras tanto, el antagonista Muska, como agente del gobierno, señala con sus acciones que el problema no reside en la tecnología, sino en el uso que hace el ser humano de ella —especialmente, aquellos en las altas esferas— para llevar a cabo sus ambiciones expansionistas.

La ecología de Miyazaki, casi siempre, coincide con una ecología del propio ser humano. En El castillo en el cielo, Muska se contrapone al grupo protagonista no solo en acciones, sino también en número. Pazu, Sheeta, Dora y el resto de piratas forman un todo ecológico, un entendimiento entre personas del que Muska, solitario y obcecado en su empresa, no goza. Esta actitud tiene un reflejo directo en el contacto con Laputa: mientras Muska ve en ella un arma ideal para poner a disposición del gobierno, los protagonistas la contemplan como un espacio sagrado que debe existir lejos de la influencia del expansionismo humano —el icónico árbol milenario de la isla y la piedra flotante que protege y guía a Sheeta remiten, al fin y al cabo, a un concepto de receptáculos divinos deudor de la religión sintoísta—. En el libro de Jonathan Swift, Laputa era una alegoría de la explotación irlandesa a manos de Inglaterra durante el siglo XVIII; Miyazaki haría esta crítica atemporal, extensiva a la naturaleza humana a través de Muska. Por ello, su obra se ambienta en un espacio que remite a Inglaterra durante la Revolución Industrial, pero existe en un espacio fantástico.

Además del foco en la ecología, hay un segundo elemento definitorio de la obra de Miyazaki: la autorreferencialidad. Hay en El castillo en el cielo claras similitudes con Nausicaä del Valle del Viento en mensaje, protagonista e incluso seres fantásticos (aparecen en Laputa algunos zorros ardilla y los minonohashi del manga de Nausicaä), y tanto el colgante guía de Sheeta como la destrucción final de la fortaleza de Laputa replican el trabajo del director en su primera cinta, El castillo de Cagliostro (1979). La tecnología de El castillo en el cielo también proviene de obras anteriores dirigidas por Miyazaki: el barco flotante inspirado por Julio Verne (también presente en Nausicaä del Valle del Viento) tiene su primera aparición en la serie Conan, el niño del futuro (1978), y los robots guardianes de Laputa, inspirados en los diseños de los hermanos Fleischer, son prácticamente idénticos al presente en un episodio de Lupin III Part III (1977-1980), algo a lo que ya se aludió en la primera entrada de este ciclo. Más interesante resulta la referencialidad retroactiva con las figuras de Motro, un mecánico que prefiguraría al icónico Kamaji de El viaje de Chihiro (2001) por diseño, actitud y oficio, y Dora, cuyo arquetipo se vería reiterado en la Yubaba de El viaje de Chihiro o la Sophie hechizada de El castillo ambulante de Howl (2004), sirviendo las tres como reflejo de la madre del director. Todas estas referencias prueban que la obra de Miyazaki, casi como un paralelo de sus propios temas, es siempre cíclica y ecológica.

Además de la autorreferencialidad, El castillo en el cielo confirma varios patrones iterados por primera vez en Nausicaä del Valle del Viento. Algunos son temáticos, como la ecología o el entendimiento como vía pacífica para solucionar un conflicto; otros expresan las pasiones del director, como la cultura glocal o el gusto por la ingeniería, y varios son puramente técnicos: así lo muestran el gusto por el detallismo en la animación o la música de Joe Hisaishi. El primer caso, a pesar de enmarcarse en un contexto todavía primerizo del estudio (la primera de más de una veintena de películas), retiene y en muchos casos supera la calidad de las producciones anteriores del equipo. El mensaje ecológico de la obra no sería tan punzante sin el precioso diseño de producción, ni su crítica al militarismo tan clara sin la fluidez e intensidad de las escenas de acción. El estilo de Studio Ghibli, ya refinado con las dos películas anteriores a su fundación, se encuentra ya consolidado en esta primera producción oficial. Algo similar sucede con la música de Joe Hisaishi: a pesar de tratarse de su segundo trabajo para el estudio —Nausicaä en el Valle del Viento fue el primero—, el tema principal de El castillo en el cielo se encuentra en cualquier lista de reproducción de canciones icónicas de Ghibli. Su música orquestal unida a los coros provoca siempre las mismas sensaciones: la entrada a un mundo de magia y fascinación, y el contacto con un mundo divino ininteligible para el ser humano.

En su conjunto, el debut oficial como estudio de Ghibli quizás no sea su cinta más lograda por apostar siempre sobre seguro —conceptos reiterados de películas anteriores del director, un argumento esquemático—, pero posee una cualidad única: la inmersión total del espectador en su mundo. Los diseños de personajes, que marcarían el inicio formal de una era de la animación nipona; los colores vívidos y su contraste con la industrialización de tonos gris y marrón oscuro; lo fascinante y dinámico de las aventuras de Pazu, Sheeta y el grupo de Dora; la industrialización, que representa la dualidad de Miyazaki en tanto pasión del director y crítica al expansionismo humano; la música de Joe Hisaishi, omnipresente y siempre certera. Todos estos factores hacen de El castillo en el cielo una de las películas más memorables del director, una cinta tan de culto como las dos anteriores.


Referencias bibliográficas

+Montero Plata, Laura (2014). El mundo invisible de Hayao Miyazaki. Palma de Mallorca: Editorial Dolmen.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *